
Hay que seguir adelante, dicen.
Hay que resignarse, dicen.
Hay que aceptar los “designios de Dios”, dicen.
Hay que abrazar la muerte, dicen.
Hay que vivir la vida, dicen.
Hay que guardar solo los buenos momentos, dicen.
Hay que dejar de sufrir, dicen.
Y dicen y dicen cosas sin parar. Sin pensar. Sin escuchar. Sin sentir.
Eso. Sin sentir.
Hablan sin sentir. Hablan por hablar. Hablan desde la ignorancia. Hablan sin entender. Hablan con la seguridad del que cree que entiende algo de lo que no sabe.
Hablan sin comprender el dolor del que pierde al ser que más ama.
Hablan sin callar, hablan sin que se los pidan. Hablan y hablan y hablan. Se convierten en ruido incesante, doloroso y prejuicioso.
No pueden callar. No saben escuchar. No quieren estar sin protagonizar. No aprendieron a abrazar y acompañar. Son incapaces de cuidar.
Dicen y dicen cosas sin parar. No se detienen a reflexionar que el día que a ellos una tragedia de esta magnitud les haya de tocar, el silencio es lo que más van a anhelar.