Tranquila muñeca, todo estará bien…

En las calles de Venecia la hora marca siempre una escena diferente.  A las siete, la luz empieza a iluminar el día, a las doce la gente camina, corre, transita. A las veintiuno, todos empiezan a resguardarse en sus casas y a las cuatro (de la mañana) siempre están desoladas o eso creía Deborah mientras sus tacones puntiagudos generaban un gran estruendo con cada paso que daba hacia el bulevar.

Su esbelto cuerpo se cubría con un ajustado vestido blanco y su cara estaba maquillada con la mayor gracia. Sin duda alguna le sobraba estilo. Aunque nada de esto podía encubrir su miedo. Ella estaba asustada. Se podía ver cómo el terror en su rostro iba aumentando con cada paso, y poco a poco, se fue tornando en una mueca de horror al ver las grandes gotas de color rojo espeso que caían sobre ella, provenientes de la añeja tubería del edificio por el que iba pasando.

Estupefacta, inmóvil, sin siquiera respirar, deja resbalar su cuerpo lentamente por la pared de aquella fachada y el suave y penetrante olor a muerte cada vez es más fuerte. Aquel bello vestido blanco se tiñe de rojo. Un dolor profundo y agudo proviene de su pecho.

El olor a hierro inunda su nariz dejándola completamente desubicada. Mira alrededor, parpadea rápido, pasa saliva como si estuviera ahogándose, como si su cuerpo en ese momento la estuviera torturando. Sus manos, temblorosas y débiles, se disponían a buscar el lugar del cuál provenía la sangre. Encontrar el punto donde el blanco y el rojo se empezaban a mezclar, parar este sufrimiento. ¿Acaso estaba soñando? ¿Sería esta una mala jugada de su mente y tan sólo faltaban unos pocos segundos para despertar? No, muy en el fondo sabía que esto era real.

De repente, Deborah escucha un grito desgarrador que la deja atónita. Ve una sombra y siente pavor, sabe que si no hace algo será la próxima. Con mucha dificultad, alza su cuerpo del suelo y con todas sus fuerzas sale a correr. Sus tacones no la ayudan y es más lenta de lo que podría ser si no los tuviera.  No tiene rumbo, sólo corre, trata de alejarse de ese lugar y de aquella sombra que la aterró. Se detiene, mira a su alrededor, no ve nada, corre unas cuadras más y se detiene de nuevo. Siente algo de tranquilidad pues nadie la sigue.

El reloj ya marca las cuatro y treinta y de a pocos empiezan a salir las personas de sus cuevas, de aquellos refugios llamados hogares. Deborah ya no era una diva, era sólo una joven mujer aterrada, herida, y un poco sucia. Derrumbada sobre sus rodillas, empieza a ver gente pasar a su lado y burlarse de ella. “Puta”, “ramera”, “mujer de calle”, le gritan. Unas gruesas y saladas gotas caen de sus ojos hasta sus mejillas.

Tirada en el suelo, nostálgica y débil por su herida, Deborah no sabe qué hacer. De repente, entre las risas y murmullos de los transeúntes, un joven alto, corpulento y con una sonrisa encantadora se acerca a ella, la toma en sus brazos y le brinda ayuda. La salva de aquella humillación.

Por un momento, se vuelve a sentir en paz y gira su cabeza para ver de nuevo el rostro de su salvador, quién la ha sentado en el asiento del pasajero de su auto, para llevarla a un hospital, según cree ella. Sin embargo, se lleva una sorpresa pues cuando intenta hablar, no puede y este hombre con una malévola sonrisa pasa los seguros del auto y le dice:

– “Tranquila muñeca, todo va a estar bien”

De nuevo la sensación de temor invade a Deborah. Intenta abrir la puerta del carro, pero no puede y poco a poco pierde su energía. Sus ojos se van cerrando lentamente y cree que ya ha perdido demasiada sangre. Sólo espera que no la vaya a lastimar.

Sin saber cómo ni por qué, Deborah se despierta en un sótano, con sus manos y pies atados. Mira a su alrededor y a través de la intermitencia de las luces de este lugar, divisa varios cuerpos femeninos agrupados de manera simétrica, unos sobre otros, todos desnudos.

Acercándose a paso lento, Deborah ve de nuevo a su “salvador” y un frío incontrolable recorre toda su espina dorsal. Frente a frente, el hombre la empuja al suelo y la despoja violentamente de su vestido. Deborah llora, grita, se queja.

De la nada, como sombras que se hacen visibles con el destello de una luz, aparecen dos mujeres. Son altas, de pelo rubio, contextura delgada y estatura casi idéntica. La sostienen de un brazo cada una y la levantan del suelo. La llevan a una habitación al final del pasillo, la colocan sobre una camilla toda de metal, sueltan sus ataduras de manos y pies, y por un momento Deborah se siente aliviada. Sin embargo, con una rapidez, casi felina, le atan cada una de sus extremidades a las esquinas de la superficie en la que está recostada. Deborah rompe a llorar.

Con una precisión casi quirúrgica, las dos mujeres cortan la ropa interior de Deborah, retiran su maquillaje y limpian su cuerpo con un trapo lleno de alcohol. Le quitan todo lo que era posible quitarle, dejándola totalmente expuesta, vulnerable, como una presa.

Lentamente, ambas mujeres abandonan la habitación. Con cada paso, con cada sonido del taconeo de estas féminas, Deborah se pregunta cómo llego hasta allí. Qué extraña serie de razones o acontecimientos hicieron que acabara en ese desagradable y frío lugar. ¿Acaso su destino era ese, morir sola, sobre una superficie helada y a manos de un desconocido? ¿Acaso su cuerpo alguna vez sería entregado y podría tener un entierro decente? ¿O simplemente sería apilado de manera simétrica junto a los de las otras mujeres que yacían sin vida afuera de esa habitación?

De repente, los sonidos de tacones se habían desvanecido y ahora solo pasos fuertes, como aquellos que marcan las botas se escuchaban acercarse a aquella habitación. Aquel joven corpulento se acercaba y ahora traía puesta una bata, como si fuera algún tipo de médico a punto de realizar un procedimiento a un paciente.

La miró, sonrío tranquilamente y le dijo:

– “Tranquila muñeca, te dije que todo va a estar bien”

Deborah pasmada, intenta hablar, pero ni una sola palabra sale de su boca. Su llanto ahoga cualquier posibilidad de expresión, y mientras intenta decirle algo, una luz blanca, increíblemente potente se enciende y la ciega totalmente.

Siente un metal frío que la recorre desde el vientre hasta el cuello, un gemido de dolor sale de lo más profundo de su ser y su sufrimiento es infinito. Al instante, un fuerte movimiento cambia su cuerpo de lugar. Ahora está ubicada de manera vertical hacia el piso, con su cabeza a ras del suelo y sus pies en lo más alto de esa verticalidad. La sangre empieza a correr y ella se empieza a ahogar. No puede respirar y es su propia sangre la que se lo impide. Con un último destello de sus ojos, ve que su sangre corre hacia un sifón y con cada bocanada roja, la vida se le va de las manos.

Son las cuatro de la mañana del día siguiente en Venecia. Carola, camina hacia el bulevar. Sus tacones puntiagudos generan un gran estruendo con cada uno de sus pasos. Su esbelto cuerpo se cubre con un ajustado vestido azul y su cara está perfectamente maquillada. Es una mujer con estilo. Aunque nada de esto puede cubrir su miedo. Ella está asustada. Se puede ver cómo el terror en su rostro aumenta con cada paso, y poco a poco, se torna en una mueca de horror al ver las grandes gotas de color rojo espeso que caen sobre ella, provenientes de la añeja tubería del edificio por el que va pasando.

Cada día, a la misma hora, una mezcla rojiza mancha el lindo vestido de una mujer y un olor nauseabundo se apodera del ambiente en un callejón sin salida.

Deja un comentario